(Noche del 20 de julio)
Estaba la luna llena
la noche de mi triunfo.
Su luz cubría el cielo
y oí decir a algunos
que todos los signos nacen
sin rastro de infortunio.
Era por verano, mas
los grillos estaban mudos;
solo mi ansia gritaba
esa victoria que tuvo
algunos años de espera,
y de lamento, mucho.
¿Qué pasaba aquella noche?
¿Es que hubo algún embrujo?
¿Fue quizás aquella brisa
la que mi sueño contuvo?
¿O fue tal vez el cielo,
que revestido de lujo
no dejaba que acabara
la noche de mi triunfo?
Solo sé que no hubo magia.
Sé a quién pagar tributo.
No se alcanza una victoria
sin contar con el influjo
de un ejército celeste,
siempre gracioso y puro.
Sé también por qué he ganado;
mi pasado es ahora un punto
con que coser las heridas
-y es que quien tuvo, retuvo-
que llegaron al presente
con resabio de agrio zumo.
¿Y al final de todo… qué?
¿Era el grito que sostuvo
aquella noche de estrellas
que, apagadas y sin rumbo,
balbucientes parecían
que alumbraban a otros mundos?
¿Era yo al fin ariete
punzante en gruesos muros?,
¿o era un simple guerrero
que tornó su disgusto
en una épica hazaña
que ofrecer a un cosmos justo?
No me veo en ese espejo.
No soy yo hombre de trucos.
Largo fue mi camino,
mas siempre lo hice impoluto.
Pero una cosa sí os digo,
y, porque lo vi, lo juro:
que aquella noche de estío,
la noche de mi triunfo,
estaba la luna llena
para renacer mi orgullo.
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