lunes, 21 de marzo de 2016

El valor de un beso

Por una mirada, un mundo; 
por una sonrisa, un cielo; 
por un beso... ¡Yo no sé 
qué te diera por un beso!

            Bécquer, Rima XXIII


¿Cuánto vale un beso? ¿Se puede tasar el sencillo acto de demostrar el cariño a un ser querido con el simple gesto de plasmar tus labios en su mejilla? ¿Puede ponerle precio quien lo recibe? O… ¿le cuesta algo al que lo da?

            Todos hemos recibido besos, y también los hemos dado, ¿cuándo es mayor la satisfacción? Yo no lo sé. A mí me encanta dar un beso a cualquiera de mis sobrinos, y me derrito cuando son ellos quienes me los dan a mí. Y me encanta también que me los den amigas y amigos. (Sí, amigos; los besos entre hombres –que a algunos les dan algo así como repelús- los veo yo como símbolo supremo de la amistad entre ellos. Por eso me gusta saludar con un par de besos al amigo al que hace tiempo que no veo) Y me encantan igualmente esos besos que surgen espontáneos de gente que te aprecia, como el que hace dos días me dio mi amiga Carmen cuando –camarera ella, prioste yo- andábamos en torno a nuestra Virgen de los Dolores en estos días de ajetreo cofradiero. Me lo dio porque quiso, porque me quiere, ¿hace falta alguna razón más para demostrar el cariño entre las personas?

            Hoy, Lunes Santo, he vuelto como cada año a sacar mi hábito de nazareno de su recóndita morada donde encierra durante todo el año un tesoro de esencias compuestas de silencio y rezo. Y me he vuelto a acordar del mejor de los besos de mi vida. Ese beso ya imposible. Mi madre me vestía cada Viernes Santo de nazareno, con el mimo con que una madre sabe hacerlo, una madre consciente de que a su hijo no le estaba poniendo una ropa cualquiera, una prenda muy cara o un traje a medida. Mi madre sabía que me estaba colocando la vestidura más sagrada de cuantas poseo, la que me envolvía para, durante unas horas, aislarme del mundo, asimilarme al Maestro y no ser yo, pisotear mi yo… Por eso ponía un delicado celo en que la cola estuviera perfectamente colocada sobre el esparto, que no hubiera un pliegue más ancho que otro, que no me colgase por ningún sitio ni un centímetro más de lo justo… Y por último, antes de colocarme el antifaz, mi madre me daba un beso, el beso de la paz a quien sabe a lo que va… Yo no sé lo que diera por sentir de nuevo ese beso…

viernes, 18 de marzo de 2016

Décima al Viernes de Dolores (III)



                                                       ¿Cómo la pena y el llanto
                                     esparcen hoy por tu alma
                                     la paz de la mar en calma?
                                     ¿Cómo congoja y quebranto
                                     no son tributo de espanto
                                     sino diana de tus loores?
                                     ¿Por qué te son seductores
                                     siete puñales de dolor?
                                     No le busques explicación. 
                                     Hoy, es Viernes de Dolores.