martes, 14 de enero de 2014

Ser del Betis

Estoy muy lejos de ser un futbolero. En esto del fútbol no soy antiotros, y el descenso de mi equipo -trance por el que habremos de pasar inexorablemente tarde o temprano, porque ese es nuestro sino- no creo que me amargue ni un solo minuto. Casi no veo ninguno de sus partidos, y soy incapaz de recitar su alineación. Pero soy del Betis; criado entre sevillistas, pero del Betis. Y probablemente más de uno que lea estas líneas esté pensando ese "pues no te pega nada" que he tenido que escuchar muchas veces, lo que habla a voces del -peligroso- apego que le tenemos a los arquetipos, y que en este caso establecen que el seguidor del Sevilla es aplicado, elegante, atildado... pijo; y el del Betis es tosco, desaliñado, populachero... cani. Pues bien, es ahora, precisamente ahora que mi equipo pasa por una de sus frecuentes malas rachas, cuando más ganas me dan de decir que soy del Betis. Porque para mí, ser del Betis no es necesariamente ir al Villamarín los domingos, ni consagrarse a la filosofía a fondo perdido del manquepierda, ni muchísimo menos jalear ciegamente a aquel que vino de salvapatria... y por poco nos da la puntilla.
            La cosa es más trascendental. Porque ser del Betis es, para servidor, sentirse más a gusto en la taberna inmunda y ruidosa de la esquina, que en el distinguido restaurante de una calle principal. Es acompañar la cervecita con unas aceitunas y no con una jugosa tapa servida de balde. Es preferir homenajear los sentidos en la serena elegancia de Florencia, que en la imperial magnificencia de Roma; en las evocadoras calles de una ciudad castellana, que en la multirracial Nueva York. Es leer el Quijote -solemos los verdiblancos estrellarnos contra molinos... y a la vez vencer a gigantes-, a Stendhal, a Auster... en lugar de las sombras esas de no sé qué Grey. Ser del Betis es cultivar nuestra risa con el elaborado y agudo humor de Les Luthiers, y no con el más que previsible del Dúo Sacapuntas; con el absurdo de los hermanos Marx y no con el chabacano de Canal Sur. Es sentir como un placer pasear por una playa desierta por el frío invernal, en vez de ponerse a buscar un huequecillo entre la multitud veraniega para freírse al sol. Es recrearse hasta la saciedad con las luces de un crepúsculo otoñal en nuestra vega, antes que con las de una discoteca. Es cuidar nuestro oído escuchando a Wagner, a Stravinski, a Debussy, a Falla -que por algo compuso su Fantasía bética y fundó la Orquesta Bética Filarmónica; eso sí que es ser un don Manuel...-, en lugar de cualquier efímero éxito comercial de una radiofórmula. Ser del Betis es considerarse originario de la Bética antes que ciudadano del Imperio.
            No hablo de cultura, qué más quisiera yo que así fuéramos todos los del Betis. Tampoco hablo de gustos de minorías, porque lo mismo hasta somos más que los del Sevilla. No; ya decía que la cosa es más trascendental. Hablo de bohemia, de romanticismo si se quiere, con su correspondiente dosis de tragedia, porque los del Betis llevamos la fatalidad en nuestro ADN, aunque siempre acompañada, en un horizonte lejano, y en las barras de nuestra camiseta, por la esperanza. La esperanza de Sevilla.