martes, 30 de junio de 2015

Enseñar Arte

Probablemente hayáis oído hablar del llamado síndrome de Sthendal, al parecer una secuencia de palpitaciones, temblores y otros síntomas parecidos debidos a la emoción que puede causar la contemplación de una obra de arte. Confieso que, aunque no he llegado a experimentar lo que diagnostica el mencionado síndrome, sí que en muchas ocasiones he sentido una inmensa emoción ante una pintura, una escultura o un edificio que sobrepasan la calificación de excelente. Porque el Arte -con mayúscula- siempre me absorbió de forma brutal. Por eso, cuando al principio del curso que acaba de finalizar se me encomendó impartir Historia del Arte a los alumnos de 2º de Bachillerato,  creo que Sthendal me poseyó para unos meses.

            Soy licenciado en Historia, y me encanta enseñar a mis alumnos aquello que aprendí, pero en los años que llevo ya dedicado a la docencia nada me ha reportado mayor placer que enseñar a los jóvenes las más maravillosas creaciones salidas de la mano y el genio del Hombre a lo largo de milenios. Porque enseñar Arte es serenarse junto a las gráciles posturas fidíacas; es asombrarse ante la magnitud de unas pirámides cuatro veces milenarias, alzarse a tocar el cielo junto a una inalcanzable crujía gótica; es palpitar ante la pincelada viva, rebelde, de Van Gogh; angustiarse ante la negritud y el ocaso de un Goya sordo, retraído, amargado...; es dejarse embrujar entre arquerías de la califal Córdoba y la sensualidad de los palacios nazaríes; es llorar "metiéndote" en los compungidos semblantes de Van der Weyden; alucinar en sueños espirales con la fantasía modernista; ¡es maravillarse ante la ilimitada creatividad de D. Diego, el sevillano de cuyo apellido no hace falta acordarme!; es creer que el mármol puede hablar si así lo disponen Miguel Ángel o Bernini... Enseñar Arte es todo eso, pero sobre todo es una demostración de amor a aquello que el Hombre mejor sabe hacer.


           Hace unos días, terminado ya el curso escolar, recorrí el edificio en que he impartido mis clases de Arte. Los largos pasillos vacíos, desnudos ya de la habitual algarabía estudiantil, me anunciaban que la piedra de Sísifo había echado a rodar hasta que septiembre vuelva a levantarla. Al pasar por el aula de Arte, un chasquido de nostalgia se coló en mis entretelas.


P.S.: no sería justo dejar de hacer mención de lo mucho que he disfrutado en este curso con los alumnos de 4º B, mi tutoría. Un gran placer también enseñarles Historia a unos chavales estupendos, que han obtenido los mejores resultados de la ESO en el IES Blas Infante. ¡Enhorabuena!

miércoles, 3 de junio de 2015

Malos

En El abuelo, la película de Garci, Rafael Alonso interpreta magistralmente a don Pío Coronado, un hombre bueno, un viejo maestro amargado y cansado de vivir ante la realidad de tener que hacerlo junto a varias hijas colgadas a la sopa boba, gamberras, incultas y muy aficionadas al lenocinio. En una magnífica secuencia en la que pide al conde de Albrit -un inmenso Fernán Gómez, vaya dos...- que le tire por un precipicio, el pobre don Pío lamenta su suerte exclamando "¡qué malo es ser bueno!". Desde que vi la película, la frase siempre me ha rondado por la cabeza, desde el extraño convencimiento de que a pesar del mensaje diáfano de Jesucristo llamándonos a la bondad; a pesar de la rotunda creencia del Humanismo en la bondad innata del hombre; a pesar de la reafirmación que de este pensamiento hicieron más tarde los ilustrados; a pesar de todo ello, a la hora de la verdad aquí los que parten el bacalao son siempre rufianes, bellacos o crápulas.

            ¿Quién no ha visto alguna vez a gente educada, decente, haciendo cola durante horas para que al final, ante sus mismas narices, se les cuele un caradura por la ídem? ¿O qué persona de bien no ha tenido que aguantar que un malage ponga en su boca palabras jamás pronunciadas con la consiguiente angustia de tener que desmentirlo?

            Y es que hay malos por todas partes, leches... ¿Quién no conoce a un enreaó? Todo el mundo sabe quiénes son, están muy calados... pero ningún bueno -quizá por el mero hecho de serlo- les saca los colores diciéndoles a la cara lo que merecen, y al final siempre se van de rositas.

            Hay malos hasta en la política.
- Anda, vaya descubrimiento que ha hecho ahora el Juan Guillermo...- Pues sí, porque también hay gente buena metida en la gobernanza, gente que está ahí por vocación, gente que de verdad se parte la cara por sus conciudadanos... hasta que el malandrín de su propio partido termina partiéndosela a él y haciéndose con el control de todos los hilos. Echen un vistazo y lo podrán corroborar.

            Y por supuesto está el chico buenazo que para conquistar a la niña de sus sueños se muestra con ella dadivoso, solícito, educadísimo y caballeroso, hasta que un buen día llega un tío canalla -muchas veces hasta odiado por la chica- que le dice a esta cuatro maldades y se la lleva, dejando al pobrecito bueno sin novia y con cara de gilipollas.


            Que sí, que está muy bien ser bueno y uno trata de serlo siempre, pero los hechos cotidianos nos enseñan que el mundo es de los malos. Así que, don Pío, estoy con usted: no sé yo si es tan bueno ser bueno...