sábado, 8 de junio de 2013

Sevilla en una partitura

Joaquín Turina (1882-1949), uno de los más universales compositores sevilllanos, no pudo vivir en mejor momento. Su época, musicalmente hablando, bebió directamente del gusto decimonónico por rememorar paisajes y situaciones exóticas, hecho que explotó con el surgimiento de los compositores nacionalistas. Y técnicamente, el impresionismo musical contribuyó a echar el resto. Magnífica etapa en la que se llevaban al pentagrama visiones, emociones y sentimientos colectivos.

            Turina hizo lo propio con la ciudad que le vio nacer. Por eso, su colosal Sinfonía Sevillana cuando se escucha... se ve. Ya en sus compases iniciales se atisba el aire misterioso que envuelve a toda ciudad milenaria teñida con el encanto que le imprimen las hojas del tiempo. Y veo el duende, el embrujo que transita por la piel cálida de sus calzadas y se refleja en la cal de unas calles que se retuercen en un laberinto de siglos. Veo la penumbra de un parque de María Luisa que abraza en su verdor a hombres gallardos que cortejan a señoritas de volantes y abanicos escapados de los óleos de García Ramos. Veo una cava trianera que se desdobla en una gitanería jubilosa y en un drama contenido cuando por sus calles pasa, sin ganas de morirse, el Cachorro. Veo a una leyenda de Bécquer paseando románticamente entre fusas y corcheas, por donde también se dejan ver las entrañas de la ciudad que Cernuda depositó en Ocnos. Y veo un coqueto vapor que, Guadalquivir abajo, busca la noche aljarafeña para desparramar el regocijo de a bordo.

            Y al acabar veo, y quiero escuchar, un rotundo "olé Sevilla" que remate el apoteósico final de la sinfonía, un grito de satisfacción salido del espíritu de cuantos sevillanos fueron desde la fenicia Ispal.


            No veo tópicos, veo... alma. Porque Turina nació en Sevilla para dar gloria y lustre a las más puras esencias de su simpar ciudad y dejarlas, para la eternidad, en la blanca sencillez de una partitura.