Las noches pierden su quietud; poco
a poco van conociendo discretos movimientos acompasados por un eco de cornetas.
Los templos dejan salir nubes de incienso que transportan al que lo respira a
algún espacio más lejano aún que el de las meras sensaciones... ¿o es que ha
bajado el cielo a la tierra? Hay en las paredes carteles puestos que nos
retrotraen a tiempos pasados y nos hablan de triduos, quinarios y un ansiado
septenario a las mismas puertas de la gloria. Vuelven a casa una mujer que ha
olvidado quitarse la medalla de la hermandad, mientras a su lado, su hijo
juguetea con la suya en las manos, la misma que le impusieron con pocos meses
de vida ante el orgullo y la felicidad de sus mayores. Huele a cera cerca de
una casa hermandad; hay trabajo de priostes porque se escucha también rumor de
plata, candeleros que se apilan refulgentes a la espera de formar parte del
escenario de la magnificencia. Y un grupo de hombres bragados, con costales
bajo el brazo, se dirigen presurosos al almacén donde les espera el objeto de
las hazañas que soñaron.
Cuando la luz renace, se torna el
escenario de la vida para dejar salir de nuestro interior añoranzas de aquellas
sensaciones que conocimos en la edad de la inocencia y que mantenemos intactas
en las alacenas del alma. Se quiera o no, la nueva luz nos hace cosquillas en
las entretelas de los sentidos.
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