Debió
ser algún tiempo después del nacimiento de Jesús. María descansaba en casa de
sus padres cuando alguien llegó llamando a la puerta. Abrió el abuelo del Niño
Dios. ¿Qué desea usted?. El visitante,
sin esconder su sorpresa por la pregunta, respondió sin ambages: ¿qué voy a querer, don Joaquín, qué voy a
querer? ¡Verle la carita a su nieto Manuel!
Qué claro lo debía tener aquel buen hombre.
Porque en la carita del Niño que había nacido podía ver el amanecer más
radiante y un largo atardecer de cielos azules y rosas. Podía ver a aquella
boquita recitar los más bellos versos y cantar como mil coros de ángeles.
Escuchar las más acabadas melodías, los más afinados sonidos. Contemplar las
excelsas maravillas que al ojo regalan lápices, pinceles o gubias. Sentir el
calor de la caridad, el bálsamo de la humildad, el latido de la fraternidad. Y,
siempre, una natural y eterna sonrisa apuntalada con la fuerza del abrazo
amigo. Podía ver... humanidad. Porque en la carita del nieto de don Joaquín,
aquel hombre podía ver al Hombre.
Con mis mejores deseos, feliz
Navidad.