Probablemente
hayáis oído hablar del llamado síndrome de Sthendal, al parecer una secuencia
de palpitaciones, temblores y otros síntomas parecidos debidos a la emoción que
puede causar la contemplación de una obra de arte. Confieso que, aunque no he
llegado a experimentar lo que diagnostica el mencionado síndrome, sí que en
muchas ocasiones he sentido una inmensa emoción ante una pintura, una escultura
o un edificio que sobrepasan la calificación de excelente. Porque el Arte -con mayúscula-
siempre me absorbió de forma brutal. Por eso, cuando al principio del curso que
acaba de finalizar se me encomendó impartir Historia del Arte a los alumnos de
2º de Bachillerato, creo que Sthendal me
poseyó para unos meses.
Soy licenciado en Historia, y me
encanta enseñar a mis alumnos aquello que aprendí, pero en los años que llevo
ya dedicado a la docencia nada me ha reportado mayor placer que enseñar a los
jóvenes las más maravillosas creaciones salidas de la mano y el genio del
Hombre a lo largo de milenios. Porque enseñar Arte es serenarse junto a las
gráciles posturas fidíacas; es asombrarse ante la magnitud de unas pirámides cuatro
veces milenarias, alzarse a tocar el cielo junto a una inalcanzable crujía
gótica; es palpitar ante la pincelada viva, rebelde, de Van Gogh; angustiarse
ante la negritud y el ocaso de un Goya sordo, retraído, amargado...; es dejarse
embrujar entre arquerías de la califal Córdoba y la sensualidad de los palacios
nazaríes; es llorar "metiéndote" en los compungidos semblantes de Van
der Weyden; alucinar en sueños espirales con la fantasía modernista; ¡es maravillarse
ante la ilimitada creatividad de D. Diego, el sevillano de cuyo apellido no
hace falta acordarme!; es creer que el mármol puede hablar si así lo disponen
Miguel Ángel o Bernini... Enseñar Arte es todo eso, pero sobre todo es una
demostración de amor a aquello que el Hombre mejor sabe hacer.
Hace unos días, terminado ya el curso escolar, recorrí el edificio en que he impartido mis clases de Arte. Los largos pasillos vacíos, desnudos ya de la habitual algarabía estudiantil, me anunciaban que la piedra de Sísifo había echado a rodar hasta que septiembre vuelva a levantarla. Al pasar por el aula de Arte, un chasquido de nostalgia se coló en mis entretelas.
P.S.: no
sería justo dejar de hacer mención de lo mucho que he disfrutado en este curso
con los alumnos de 4º B, mi tutoría. Un gran placer también enseñarles Historia
a unos chavales estupendos, que han obtenido los mejores resultados de la ESO
en el IES Blas Infante. ¡Enhorabuena!