Marzo se
empeñaba en regalarnos una luz sobrevenida. Y me senté a saborearla a la sombra
servita de la plaza de Santa Isabel. Se desplomaba sobre Sevilla una pronta
primavera y el redondel de la fuente se erigía en perfecto escenario de
fantasías infantiles. La cadencia de los chorros de agua ponían un hilillo de monótona
música en contraste a los chorros silenciosos con que dos grifotas vaciaban una
litrona. En la portada del convento, Andrés de Ocampo se desgranaba lentamente,
cadencioso como el agua de la fuente. Ya no podía aguantar el peso del tiempo. Las
líneas renacentistas contrastaban con las sombras del ramaje, extraños
grafitis efímeros sobre el ocre de los muros. Y, mientras tanto, los sevillanos
simplemente pasaban por allí, como figurantes involuntarios de una ciudad con
prisas, o se sentaban a paladear la calma de los siglos. No terminaba de caer
la tarde y clavé los sentidos en el Renacimiento conventual, mientras el trino
de las avecillas saludaba, con pleno convencimiento, el renacimiento de la luz.
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