España, qué
le vamos a hacer, es un país cainita. Siempre lo fue y así seguiremos,
reflejados eternamente en ese certero duelo a garrotazos en el que Goya
inmortalizó nuestro carisma. Ahora, con ocasión de la abdicación del Rey Juan
Carlos I, reverdece esa forma de ser, y la institución monárquica y la propia
figura del Rey están siendo objeto de ataques verbales, burlas y chanzas. Y no me refiero, por supuesto, a que se pida un referéndum sobre la forma de Estado, que eso es muy legítimo. Aunque, puestos a pedir, a mí lo que me pide el cuerpo es hacer un poquito de memoria y, en consecuencia, dar gracias al Rey.
Gracias por renunciar al poder
omnímodo que le dejó el dictador y hacer verdaderamente soberano al pueblo
español. Gracias por convertirnos en ciudadanos en lugar de súbditos. Gracias por propiciar que España sea hoy un Estado de Derecho,
democrático y con sus particularidades regionales reconocidas. Gracias por ser
nuestro mejor embajador, ganando para el país prestigio y trabajo en el extranjero. Gracias
por haber sido un Jefe de Estado cercano a los ciudadanos, disfrutando con sus
alegrías y sufriendo con su dolor. Gracias por que hoy en España sea posible tomar
la calle y decir públicamente lo que se piensa, hasta pedir una república.
Gracias, en definitiva, por habernos permitido conocer la mayor etapa de
estabilidad y progreso de la Historia de España.
(P.S.: dicen que la mujer del
César no solo tiene que ser honrada sino también parecerlo. Al Rey se le achaca
que tiene no sé cuántas amantes, que caza elefantes, que le ha salido un yerno
-y quizá también una hija- chorizo, etc. Napoleón repudió y maltrató a su
primera esposa, se deshizo por métodos expeditivos de numerosos enemigos, llevó
la guerra -la guerra, señores, ¡la guerra!, con su reguero de muerte y
destrucción- a toda Europa, etc. Y sin embargo, dos siglos después, el pueblo
francés aún le venera por la sencilla razón de que dio grandeza a su país. Y
eso, importa.)
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