Los días
contemplan ya el reinado de la luz. Los amaneceres regalan su sinfonía de luces
y esplendores a hora cada vez más temprana, mientras las tardes estiran sus extremidades
en un largo desperezo, indisimulada demostración de aburrimiento por tanto
ceder su espacio a la noche. En el aire se dibuja un espectáculo de exhibición
aérea con vuelos en picado e inconfundibles trinos que pasan a ser la banda
sonora de los atardeceres; sí, volvieron los vencejos trayendo bajo sus alas,
alforjas viajeras, calor y calidez. En los campos hay fiesta grande. Una vega
alfombrada de verde contempla entusiasmada cómo le salpica su piel una
cadenciosa letanía de colores que se fueron en el estío para, como bucólico
Sísifo, siempre retornar. Y ahí andan enseñoreándose lirios, amapolas,
margaritas y violetas. Se ven en los escaparates capirotes, flechas de
primaveral Cupido, que parecen señalarnos el camino de los ensueños. Los zaguanes exhalan aromas de miel, perfume
cuaresmal de resabios mudéjares que se adueñará caprichosamente de nuestras
despensas. Y en las calles, los naranjos se ponen hermosos engalanándose con
broches blancos que embriagan a algo más que el olfato...
Las noches pierden su quietud; poco
a poco van conociendo discretos movimientos acompasados por un eco de cornetas.
Los templos dejan salir nubes de incienso que transportan al que lo respira a
algún espacio más lejano aún que el de las meras sensaciones... ¿o es que ha
bajado el cielo a la tierra? Hay en las paredes carteles puestos que nos
retrotraen a tiempos pasados y nos hablan de triduos, quinarios y un ansiado
septenario a las mismas puertas de la gloria. Vuelven a casa una mujer que ha
olvidado quitarse la medalla de la hermandad, mientras a su lado, su hijo
juguetea con la suya en las manos, la misma que le impusieron con pocos meses
de vida ante el orgullo y la felicidad de sus mayores. Huele a cera cerca de
una casa hermandad; hay trabajo de priostes porque se escucha también rumor de
plata, candeleros que se apilan refulgentes a la espera de formar parte del
escenario de la magnificencia. Y un grupo de hombres bragados, con costales
bajo el brazo, se dirigen presurosos al almacén donde les espera el objeto de
las hazañas que soñaron.
Cuando la luz renace, se torna el
escenario de la vida para dejar salir de nuestro interior añoranzas de aquellas
sensaciones que conocimos en la edad de la inocencia y que mantenemos intactas
en las alacenas del alma. Se quiera o no, la nueva luz nos hace cosquillas en
las entretelas de los sentidos.