Por una mirada, un mundo;
por una sonrisa, un cielo;
por un beso... ¡Yo no sé
qué te diera por un beso!
por una sonrisa, un cielo;
por un beso... ¡Yo no sé
qué te diera por un beso!
Bécquer, Rima XXIII
¿Cuánto vale un beso? ¿Se puede tasar el sencillo
acto de demostrar el cariño a un ser querido con el simple gesto de plasmar tus
labios en su mejilla? ¿Puede ponerle precio quien lo recibe? O… ¿le cuesta algo
al que lo da?
Todos
hemos recibido besos, y también los hemos dado, ¿cuándo es mayor la
satisfacción? Yo no lo sé. A mí me encanta dar un beso a cualquiera de mis
sobrinos, y me derrito cuando son ellos quienes me los dan a mí. Y me encanta
también que me los den amigas y amigos. (Sí, amigos; los besos entre hombres –que
a algunos les dan algo así como repelús- los veo yo como símbolo supremo de la
amistad entre ellos. Por eso me gusta saludar con un par de besos al amigo al
que hace tiempo que no veo) Y me encantan igualmente esos besos que surgen
espontáneos de gente que te aprecia, como el que hace dos días me dio mi amiga
Carmen cuando –camarera ella, prioste yo- andábamos en torno a nuestra Virgen
de los Dolores en estos días de ajetreo cofradiero. Me lo dio porque quiso,
porque me quiere, ¿hace falta alguna razón más para demostrar el cariño entre
las personas?
Hoy,
Lunes Santo, he vuelto como cada año a sacar mi hábito de nazareno de su
recóndita morada donde encierra durante todo el año un tesoro de esencias
compuestas de silencio y rezo. Y me he vuelto a acordar del mejor de los besos
de mi vida. Ese beso ya imposible. Mi madre me vestía cada Viernes Santo de
nazareno, con el mimo con que una madre sabe hacerlo, una madre consciente de
que a su hijo no le estaba poniendo una ropa cualquiera, una prenda muy cara o
un traje a medida. Mi madre sabía que me estaba colocando la vestidura más
sagrada de cuantas poseo, la que me envolvía para, durante unas horas, aislarme
del mundo, asimilarme al Maestro y no ser yo, pisotear mi yo… Por eso ponía un
delicado celo en que la cola estuviera perfectamente colocada sobre el esparto,
que no hubiera un pliegue más ancho que otro, que no me colgase por ningún
sitio ni un centímetro más de lo justo… Y por último, antes de colocarme el
antifaz, mi madre me daba un beso, el beso de la paz a quien sabe a lo que va…
Yo no sé lo que diera por sentir de nuevo ese beso…