Anoche, antes de irme a dormir, leí a Federico. Poeta andaluz, poeta sublime enamorado del campo y de su paisaje.
El río Guadalquivir
va
entre naranjos y olivos.
Los
dos ríos de Granada
bajan
de la nieve al trigo.
Poeta jondo que con solo unos
escuetos versos describe el chasquido de emoción que ataca a quien escucha en
la noche la guitarra.
Empieza el llanto
de
la guitarra.
Se
rompen las copas
de
la madrugada.
(...)
¡Oh
guitarra!
Corazón
malherido
por
cinco espadas.
Porque cinco son los dedos que la
tocan, mientras en solo dos versos, dos, mete Federico la mejor esencia de
nuestro campo.
Lleva azahar, lleva olivas,
Andalucía,
a tus mares.
Conoció el campo y conoció a la
gente de Andalucía; a sus gitanos glosó con maestría romancera este poeta
enamorado de la luna.
Huye luna, luna, luna.
Si
vinieran los gitanos
harían
con tu corazón
collares
y anillos blancos.
Cuando una gitana aparece al
amanecer, así lo describe Federico:
Las piquetas de los gallos
cavan
buscando la aurora,
cuando
por el monte oscuro
baja
Soledad Montoya.
Y así plasmó el desgarro gitano para contar la muerte
de Antoñito el Camborio.
Voces de muerte sonaron
cerca
del Guadalquivir.
Voces
antiguas que cercan
voz
de clavel varonil.
De forma que leyendo al poeta, lo que es pena para los
gitanos se vuelve regocijo para el lector.
¡Oh, pena de los gitanos!
Pena limpia y siempre sola.
¡Oh,
pena de cauce oculto
y
madrugada remota!
Anoche leí a Federico, y cuando
acabé el último poema por poco sí me santiguo.
P.S.: qué grande fue con solo temas tan sencillos...