Hace unos días
cumplí 40 años. Así es que, si la esperanza de vida de los españoles me
respeta, he de colegir que, año arriba año abajo, me encuentro en la mitad de
mi existencia. Momento tal vez óptimo para, como hizo Machado, retratarme a mí
mismo. Porque también
mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
donde se esparcían
en las largas tardes del estío juegos y costumbres ajenos ya al niño que hoy
transita por la vida. Mi temprana juventud, una confusa madeja de sensaciones
encontradas entre cantos de sirenas rebeldes y el discreto acomodo de la
quietud,
más recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto en ellas pueden tener de hospitalario.
Siempre me movió más el sosiego que
la vorágine, más la tertulia que la multitud, y soy -bien lo saben los que bien
me conocen- hombre pasional,
pero mi verso brota de manantial sereno.
Y, quizá por
pasional, leal para con los míos y para con lo mío. Adoro la hermosura, en la
moderna y en la antigua estética; y, al tiempo,
desdeño
las romanzas de los tenores huecos,
esos para los que
todo vale en los más amplios campos del convivir humano. Y desde hora muy
temprana en mi existencia
a
distinguir me paro las voces de los ecos,
y
escucho solamente, entre las voces, una,
la de Dios, a
quien, claro está, espero hablar un día.
Y al cabo, algo sí debo: mi ser, mi
educación y todo aquello que amo y que ahora me afano en transmitir. Deudor soy
de cuanto bueno se me dio, y los días son testigos de mi torpe esfuerzo por
pagar a tan generosos acreedores.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Mi
pensamiento vaga por bulevares coloristas y callejones solitarios, mas mi conciencia
límpida y sólida me permite afirmar que
más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy,
en el buen sentido de la palabra, bueno.
El amigo que a mí acuda, el hermano
que me abrace y el desconocido que me tienda su mano hallará mi ser, quizá
frío, pero transparente,
casi desnudo, como los hijos de la mar.