Fue
Procopio de Cesarea el cronista oficial del más célebre de los basileus o emperadores bizantinos,
Justiniano. (Hasta que, caído en desgracia, cesó de sus funciones y entonces,
como buen despechado, se puso a escribir anónimos sobre las andanzas de la
emperatriz Teodora, que antes de reinar se dedicó a la profesión más antigua
del mundo. Pedazo de cambio el suyo. Pero esa es otra historia.) Pues nos cuenta
Procopio que cuando allá por el año 537 se bendijo esa maravilla arquitectónica
que es la iglesia de Santa Sofía de Constantinopla, Justiniano, sin duda
extasiado ante la magnitud de la obra, cegado por el brillo del oro de sus
mosaicos y "colocado" por nubes de incienso, se acordó del mítico
templo de Jerusalén y entonces exclamó "¡Salomón, te he vencido!".
Pues hablando de edificaciones más o
menos aparentes, no creo que a nadie le haya pasado inadvertida aquella a la
que me quiero referir, sobre todo a los que hayan cumplido ese rito doméstico
que es visitar Ikea. Cuando se viene de Castilleja y se empieza a bajar la
cuesta -con la debida reducción a 80 km./h. so pena de que el radar te haga un
simpático retrato- es cuando se aprecia en todo su esplendor la soberbia
altivez de la llamada torre Pelli, y entonces uno se pregunta qué hace allí
semejante palitroque, esa suerte de turris...
altissima, porque a la única turris
fortissima de la ciudad solo le gana en metros. Y quizá fue precisamente eso,
ganarle en altura, lo que pretendieron sus hacedores, los entonces presidente
de Cajasol Antonio Pulido, el alcalde Monteseirín, y demás colaboradores
necesarios quienes quiera que fueran. Me los imagino a todos mirando en
ensoñaciones a la Giralda y gritándole con incontenible furia "¡te hemos
vencido!". Y me da la risa, claro.
Dios me libre de juzgar las posibles
virtudes artísticas de la torre Pelli, pues mis escasos conocimientos sobre
arte no alcanzan a la arquitectura contemporánea, pero eso no me invalida para
opinar que, por más que lo miro, no me acostumbro a encajar ese edificio en el
perfil -sky line que se dice ahora-
de una ciudad monumental como Sevilla. Sencillamente, me parece fuera de lugar.
Y eso que el debate ha dado para mucho, porque uno, que le gusta mucho un periódico
y una butaca, está harto de leer opiniones tanto a favor como en contra de la
torre salidas de muy reputadas cabezas. ¿Quiénes llevan razón? Pues mire usted,
si la razón es por definición objetiva, en este caso todo parece reducirse a
criterios subjetivos, cuando no interesados...
Y esa es la llaga sobre la que hay
que poner el dedo. A muchos alcaldes parece que les entra una obsesión
enfermiza por dejar para siempre su firma a base de ladrillo y cemento,
obviando incluso el daño -irreversible casi siempre- que pueden ocasionar al
patrimonio de su pueblo o ciudad, a la que, por supuesto, aman hasta el
tuétano. Ahí está para la historia el caso de José Hernández Díaz, que se ganó
el apodo de alcalde palanqueta por su
pasión -especulativa- por tirar abajo palacios y edificios históricos del
centro de Sevilla para levantar en su lugar horribles inmuebles para comercios
y oficinas. Pues bien, ¿saben de qué era catedrático el señor Hernández? ¡De
Historia del Arte! (tiren de imaginación y pongan aquí un emoticón triste y
lloroso, porque el asunto es para eso...) O el caso más reciente de las setas
de la Encarnación, a mi parecer bonito edificio pero absolutamente desubicado,
que para colmo terminó costando a las arcas públicas el doble de lo
presupuestado, unos 100 millones de nada... Bueno, sí: de euros. Megalomanía se
le llama a todo esto, que si encima la mezclamos con intereses económicos
"raros" de por medio, formamos un cóctel que no lo supera en explosividad ni un vaso
de sidra hasta arriba de tequila y absenta.
Y así está nuestra Sevilla. Y otras
ciudades, claro está. Por hacer honor al título de nuestro periódico [este artículo se publica en La Voz de El Viso], ¿hablamos
de la protección del patrimonio visueño? Eh... Esto... Mejor otro día, ¿vale?