Estoy muy
lejos de ser un futbolero. En esto del fútbol no soy antiotros, y el descenso de mi equipo -trance por el que habremos
de pasar inexorablemente tarde o temprano, porque ese es nuestro sino- no creo
que me amargue ni un solo minuto. Casi
no veo ninguno de sus partidos, y soy incapaz de recitar su alineación. Pero
soy del Betis; criado entre sevillistas, pero del Betis. Y probablemente más de
uno que lea estas líneas esté pensando ese "pues no te pega nada" que
he tenido que escuchar muchas veces, lo que habla a voces del -peligroso- apego
que le tenemos a los arquetipos, y que en este caso establecen que el seguidor
del Sevilla es aplicado, elegante, atildado... pijo; y el del Betis es tosco,
desaliñado, populachero... cani. Pues bien, es ahora, precisamente ahora que mi
equipo pasa por una de sus frecuentes malas rachas, cuando más ganas me dan de
decir que soy del Betis. Porque para mí, ser del Betis no es necesariamente ir
al Villamarín los domingos, ni consagrarse a la filosofía a fondo perdido del manquepierda, ni muchísimo menos jalear
ciegamente a aquel que vino de salvapatria... y por poco nos da la puntilla.
La cosa es más trascendental. Porque
ser del Betis es, para servidor, sentirse más a gusto en la taberna inmunda y
ruidosa de la esquina, que en el distinguido restaurante de una calle
principal. Es acompañar la cervecita con unas aceitunas y no con una jugosa
tapa servida de balde. Es preferir homenajear los sentidos en la serena
elegancia de Florencia, que en la imperial magnificencia de Roma; en las
evocadoras calles de una ciudad castellana, que en la multirracial Nueva York. Es
leer el Quijote -solemos los verdiblancos estrellarnos contra molinos... y a la
vez vencer a gigantes-, a Stendhal, a Auster... en lugar de las sombras esas de
no sé qué Grey. Ser del Betis es cultivar nuestra risa con el elaborado y agudo
humor de Les Luthiers, y no con el más que previsible del Dúo Sacapuntas; con
el absurdo de los hermanos Marx y no con el chabacano de Canal Sur. Es sentir
como un placer pasear por una playa desierta por el frío invernal, en vez de ponerse
a buscar un huequecillo entre la multitud veraniega para freírse al sol. Es
recrearse hasta la saciedad con las luces de un crepúsculo otoñal en nuestra
vega, antes que con las de una discoteca. Es cuidar nuestro oído escuchando a
Wagner, a Stravinski, a Debussy, a Falla -que por algo compuso su Fantasía bética y fundó la Orquesta
Bética Filarmónica; eso sí que es ser un don Manuel...-, en lugar de cualquier
efímero éxito comercial de una radiofórmula. Ser del Betis es considerarse
originario de la Bética antes que ciudadano del Imperio.
No hablo de cultura, qué más
quisiera yo que así fuéramos todos los del Betis. Tampoco hablo de gustos de
minorías, porque lo mismo hasta somos más que los del Sevilla. No; ya decía que
la cosa es más trascendental. Hablo de bohemia, de romanticismo si se quiere,
con su correspondiente dosis de tragedia, porque los del Betis llevamos la
fatalidad en nuestro ADN, aunque siempre acompañada, en un horizonte lejano, y
en las barras de nuestra camiseta, por la esperanza. La esperanza de Sevilla.