Hace unos días me encontré a mi primo
José Manuel "el Grande". Su indumentaria veraniega me permitió
observar sus brazos desnudos y, en ellos, dos tatuajes en los que la tinta ha
perpetuado las dos pasiones de su vida: sus hijos y el Cristo del Amor. Le pedí
que me dejara fotografiar el tatuaje que veis porque en milésimas de segundos
me vino a la cabeza una reflexión.
Mi
primo pertenece, como yo, a la Hermandad de los Dolores desde que nació; es
nieto de dos fundadores y lleva la tira de años sacando como costalero al
Cristo del Amor -él creo que tiene ya 40-. Que yo sepa, nunca va a misa, si
acaso algún día a los cultos de la Hermandad. Le interesa muy poco, o nada, si
el altar de cultos está algún año más conseguido o no, si el exorno floral de
los pasos es o no es el adecuado, si la Virgen está más hermosa con este o con
aquel encaje, si le van a tocar tales o cuáles marchas... Esas y otras
cuestiones que a otros nos llevan horas de conversación -y de apasionamiento,
para qué vamos a negarlo-, a él le vienen grandes, como su apodo. A mi primo,
lo que de verdad le pone firme es coger el Viernes Santo su costal, envolverse
en el silencio del ambiente y rachear con orgullo bajo su Cristo del Amor. Así
expresa su sentir doloroso. Con todo ello, y con un tatuaje. No es
evidentemente el arquetipo del doloroso visueño, pero a mí me enseña, tan bien
como otros, el valor impagable de un sentimiento. Un abrazo, primo.