Joaquín Turina (1882-1949), uno de los más
universales compositores sevilllanos, no pudo vivir en mejor momento. Su época,
musicalmente hablando, bebió directamente del gusto decimonónico por rememorar
paisajes y situaciones exóticas, hecho que explotó con el surgimiento de los
compositores nacionalistas. Y técnicamente, el impresionismo musical contribuyó
a echar el resto. Magnífica etapa en la que se llevaban al pentagrama visiones,
emociones y sentimientos colectivos.
Turina
hizo lo propio con la ciudad que le vio nacer. Por eso, su colosal Sinfonía
Sevillana cuando se escucha... se ve. Ya en sus compases iniciales se atisba el
aire misterioso que envuelve a toda ciudad milenaria teñida con el encanto que
le imprimen las hojas del tiempo. Y veo el duende, el embrujo que transita por
la piel cálida de sus calzadas y se refleja en la cal de unas calles que se
retuercen en un laberinto de siglos. Veo la penumbra de un parque de María
Luisa que abraza en su verdor a hombres gallardos que cortejan a señoritas de
volantes y abanicos escapados de los óleos de García Ramos. Veo una cava
trianera que se desdobla en una gitanería jubilosa y en un drama contenido
cuando por sus calles pasa, sin ganas de morirse, el Cachorro. Veo a una
leyenda de Bécquer paseando románticamente entre fusas y corcheas, por donde
también se dejan ver las entrañas de la ciudad que Cernuda depositó en Ocnos. Y veo un coqueto vapor que,
Guadalquivir abajo, busca la noche aljarafeña para desparramar el regocijo de a
bordo.
Y
al acabar veo, y quiero escuchar, un rotundo "olé Sevilla" que remate
el apoteósico final de la sinfonía, un grito de satisfacción salido del
espíritu de cuantos sevillanos fueron desde la fenicia Ispal.
No
veo tópicos, veo... alma. Porque Turina nació en Sevilla para dar gloria y
lustre a las más puras esencias de su simpar ciudad y dejarlas, para la
eternidad, en la blanca sencillez de una partitura.