Así ha sido este último, maravilloso. Y no porque me
haya ocurrido nada extraordinario, ni por haber tenido la oportunidad de echar
unos ratos buenísimos, ni tampoco porque por fin haya estallado la primavera.
Ha sido maravilloso porque en cuestión de día y medio hasta tres personas
diferentes y en tres situaciones distintas me han recordado a mi madre, a
Maravillas, la esposa de Guillermo el de Celia, la hija de Aurelio el de la
droguería. Como dijo una vez en público un ex alcalde de mi pueblo, cosa que le
agradecí, una mujer "que no pudo tener mejor nombre". Porque así era
Maravillas, maravillosa.
Y
eso es lo que me hablaron de ella, verdaderas maravillas. Y no sabéis lo que lo
agradezco, porque ¿a quién no le gusta que hablen bien de su madre? Pero es que
de mi madre todos me hablan, no bien, sino maravillosamente, lo que me viene a
confirmar que la tremenda admiración que le tengo a su recuerdo no es solo
pasión de hijo. Porque os confieso que desde que se marchó, todos los días le
hablo, en el convencimiento de que me escucha. Y le recuerdo, claro... Recuerdo
su abnegada entrega para con su esposo e hijos; sus continuos sacrificios para
dejar todo lo material a mis hermanos y a mí; su permanente disposición a que
le dejaran a su cargo a sus nietos, a los que adoraba... Recuerdo su fiel amor
por aquello que le inculcaron y que a su vez supo transmitirnos ("hijos,
no dejéis nunca la Hermandad", nos dijo más de una vez); su alegría cuando
le dábamos alguna satisfacción, y su propensión a sufrir con el mal ajeno
(incluso muy ajeno); la firme decisión con que abrió las puertas de su casa -y,
cómo no, su corazón- a sus nueras y yerno. Recuerdo eso y mucho más, ¡hasta lo
bien que cocinaba! Pero el mejor recuerdo que tengo de ella es que era una
mujer esencial y machadianamente buena, de la que difícil era escuchar un
insignificante reproche. Sí, así de maravillosa era Maravillas, mi madre.
(Y
ganas me dan de terminar esta entrada con un Continuará...)